¡Atrévete a hablar de tus miedos!

Un día de primavera, Carlos, un chico de 17 años, volvía a su casa después del Instituto, con la cabeza cabizbaja y la cara triste. Cuando entró, su abuelo, en cuanto le vio la cara, le preguntó qué había pasado para que estuviera así. Carlos se sentó, y abriendo su corazón a su abuelo, al que tanto quería y admiraba, le dijo: “Me encuentro muy confuso. Pronto haré la selectividad y aún no sé qué carrera escoger. Tengo mucho miedo de equivocarme. No me puedo permitir un error en la elección porque mis padres no me lo perdonarían. He estado todo el curso evitando pensar en ello, con la esperanza de que, cuando llegara el momento, lo tuviera claro, pero no ha sido así, y ahora me estoy angustiando cada día más”.

Cuando Carlos terminó de hablar, su abuelo, que le había escuchado en silencio, le dijo: “¿recuerdas que cuando eras pequeño y tenías miedo por algo, solías cerrar los ojos? Creías que, si no lo veías, el peligro desaparecería como por arte de magia. Ahora sigues haciendo lo mismo, cierras los ojos, pero los problemas no desaparecen al cerrarlos. Y las situaciones no se resuelven si se espera a que venga otro a resolverlas”.

Carlos le dijo: “Tienes razón, pero aún sigo sin saber qué hacer. Necesito que alguien me ayude a decidirme por una u otra carrera”.

Entonces su abuelo le dijo: “Lo estás planteando de forma equivocada. Tienes miedo a equivocarte, pero en esta vida, todos aprendemos de nuestros errores. Quien no aprende, está condenado a repetir sus errores una y otra vez.

Carlos entonces comentó: “No creo que mis padres aceptaran que yo me equivocara”.

El abuelo, sonriendo, le dijo: “En eso es en lo que estás equivocado. Somos igual de valiosos cuando nos equivocamos y cuando no. ¿Cómo tratarías a alguien que quieres y se ha equivocado? Igual te tienes que tratar y aceptar a ti mismo. Además, me consta que tus padres te quieren mucho y te aceptan tal como eres.

Carlos agradeció a su abuelo esas palabras tan sabias, y, cuando llegó la noche, en la cena, habló de todo lo que le angustiaba con sus padres. Éstos, le dieron todo el cariño y aceptación que Carlos no esperaba. Y esa noche, al sentir cómo se relajaba al haberse quitado toda esa tensión de encima, tuvo tiempo de pararse a reflexionar en su futuro, y, por primera vez en mucho tiempo, sin miedo, empezó a tener las ideas más claras. Y la que más clara le quedó es que si nosotros comentamos nuestros miedos a nuestros seres queridos, seguirán valorándonos y aceptándonos tal y como estemos en cada momento.

¿Tienes mote?

¿Te acuerdas de tus compañeros/as de clase del colegio o del instituto? ¿Cuántos nombres recuerdas? Seguro que varios. ¿Cuántos apellidos? Quizá los de algunos, los más cercanos. ¿Y cuántos motes recuerdas? Puede que muchos más que nombres o apellidos. ¿Por qué? Podéis decir que porque se hablaba de ellos mencionando los motes en vez de los nombres. Incluso os habéis dirigido a alguno o alguna directamente por el mote. Era más fácil acordarse de “empollón”, “simpático”, o “rebelde” que de Antonio, Juan o Luisa.

¿Qué estábamos haciendo con esto? Les poníamos una etiqueta que llevaba consigo mucho más que un nombre. Llevaba un cúmulo de características y adjetivos. Por ejemplo, el mote “empollón” podía ir acompañado de: inteligente, callado, aburrido, soso, quizás feo, etcétera. O el mote “rebelde” podía ir acompañado de: difícil, creativo, valiente, arriesgado, extrovertido, divertido, etcétera. Y lo más curioso es que, cuando alguien le ponía un mote a un compañero o compañera, no nos parábamos a averiguar si era verdad o no, lo creíamos y lo usábamos sin más. Nos reíamos de él o ella si era un mote despectivo o le admirábamos si el mote llevaba consigo cualidades que nos gustaría tener. Es decir, dábamos por hecho que un chico o chica empollona, iba acompañado de esas otras características, como el ser callado, por ejemplo, de manera que les invalidábamos para lo que no tuviera que ver con ese perfil que teníamos ya aprendido. No necesitábamos saber más de ellos o ellas, porque ya teníamos la información suficiente para saber cómo eran.

¿Pero qué pasaba cuando era a nosotros a quien nos ponían un mote? Entonces nos dábamos cuenta que, si se nos daba bien estudiar, no podíamos tener muchos amigos porque éramos callados y aburridos. Y puede que nadie se parara a averiguar cómo realmente éramos o nos comportábamos, con lo que teníamos que trabajar mucho más para conseguir alguna amistad y para que se dieran cuenta que teníamos otras muchas cualidades.

Muchos niños y niñas siguen repitiendo este comportamiento. Es necesario que los profesores y maestros tengan cuidado y eviten que se siga haciendo. Todos podemos tener un poco de todo y es estupendo el conocer a los demás sin tener un prejuicio o idea prefijada que te impida ver lo maravilloso que puede ser el ser humano.

¿Ser o estar?

La mayoría de nosotros hemos escuchado de pequeños cómo los adultos, nuestros mayores de referencia o los profesores nos decían “eres un niño muy bueno, tranquilo, listo, callado” o quizás “eres muy malo, rebelde, torpe, revoltoso”. Lo han dicho tantas veces que en otras ocasiones nos hemos comportado como nos habían dicho que éramos. Es la etiqueta que los adultos nos pusieron, es decir, nos dijeron cómo éramos y nosotros decidimos cumplir con ella y crecer creyendo que éramos así. No se nos ocurría cuestionar a nuestros adultos, por supuesto.

Para entender esto, primero es muy importante diferenciar entre “ser” y “estar”. El “ser” no varía, naces con él. Es la esencia del ser humano, lo que realmente eres, tu yo profundo. Pero yo puedo estar un día triste, nervioso/a y al día siguiente estar mejor, feliz, tranquilo/a, de otra manera. Esto sería el “estar”.

Y de ahí viene la creencia falsa de los niños, que les cuesta entender que pueden estar de otra manera que la que le han enseñado los adultos. Por ejemplo: Si un niño está a punto de hacer un examen, está nervioso y dejará de estarlo cuando lo haya acabado. Luego, si le salió bien, estará contento, y si no le salió bien, estará triste y hasta puede que esté muy callado pensando en lo que le van a decir sus padres cuando vean las notas. Ante todos estos cambios, no se puede afirmar que ese niño (o esa niña) “sea” nervioso, alegre, triste o callado, sino que ha estado nervioso por un examen y luego ha estado triste o alegre.

Es importante que tanto los adultos como los profesores hablen con los niños/as teniendo esto en cuenta, diciendo por ejemplo “ayer estuvisteis muy revoltosos pero hoy estaréis mejor”. Es una manera de reconocer que pueden cambiar su forma de estar, sin ponerles una etiqueta que no puede cambiarse.

Por último, podemos dar un paso más valorando y validando el cambio de estado en los niños, dándoles atención cuando están bien y haciéndoles menos caso cuando estén inquietos. Esto incluye el valorar el que un día un niño/a esté callado/a y hacérselo ver, mientras que no se le presta atención si está revoltoso/a, así como el valorar cuando habla a un niño/a que suele estar callado/a, y reforzarle.

¡Conozcamos a Lucas!

Érase una vez, en un pueblecito de una montaña, vivía un hombre llamado Lucas. Todos en el pueblo le conocían bien porque siempre tenía tiempo para ayudar a todos, de tal manera que cada vez que alguien necesitaba un favor, siempre llamaban a Lucas, pues sabían que podían contar con él. Siempre estaba disponible, a cualquier hora del día o de la noche.

Un día, llegó al pueblo un anciano sabio y venerado, que estaba recorriendo el país. Preguntó dónde podía quedarse a dormir una noche y todos le dijeron al unísono: “¡en casa de Lucas!”. Le llevaron hasta allí y cuando el anciano entró, le preguntó a Lucas si podía quedarse en su casa esa noche. Lucas dijo: “como desees”. Entonces el anciano le preguntó si él quería tenerle como huésped esa noche en su casa. Lucas se extrañó por la pregunta, ya que ya había accedido a que se quedara y le dijo que no le entendía. El anciano entonces le dijo que quería saber si a él le agradaba el tenerle como huésped esa noche. Lucas le contestó que eso no importaba, que él hacía muchas cosas que no le agradaban, solo porque todos esperaban que las hiciera.

El anciano le pidió a Lucas que siguieran hablando sentados, con una taza de té o de café delante, y le preguntó a Lucas qué le gustaba tomar. Lucas le dijo que tomaría lo mismo que él tomase. El anciano le preguntó entonces si prefería café o té. Lucas se quedó muy confuso. Por primera vez desde hacía mucho tiempo alguien le preguntaba lo que le gustaba a él, y no sabía qué contestar. Sus pensamientos sobre lo que los demás querían y esperaban de él le consumían mucho tiempo, tanto que descuidaba sus propias cosas, aunque luego se sintiera mal por ello.

El anciano, al verle así, le dijo que algunos niños, para ser aceptados y queridos, omiten lo que quieren y simulan lo que ellos creen que los mayores esperan de ellos. Luego crecen y siguen actuando igual, lo que les hace infelices. Lucas no sabía qué decir, pero seguía escuchando atentamente.

El anciano le dijo a Lucas que no es necesario complacer ni agradar a todos. Además de que, por otro lado, es normal no caer bien a todos. Le dijo que podía complacerse a sí mismo, y, cuando lo hiciera, se daría cuenta que los verdaderos amigos le aceptarían tal y como es.

Lucas agradeció al anciano todo lo hablado y desde ese momento empezó a cambiar. Cada día fue conectando consigo mismo y averiguando lo que quería y no quería hacer, actuando en consecuencia. Y a la vez descubrió que en el pueblo seguía siendo muy querido por todos, aunque ya no estuviera disponible a cualquier hora…

¡Yo decido!

Llega la Primavera. Cada día hay más horas de sol, viene el buen tiempo, y empezamos a despertar del letargo invernal.

Algunas personas piensan que, por el simple hecho de que empiece la Primavera, hay que sentirse mejor, más animado, más feliz. Y esas mismas personas se sienten tristes si hace frío fuera o hay tormenta. Son personas “externas”, o lo que es lo mismo, responsabilizan de su estado de ánimo a algo de fuera, como el tiempo atmosférico, o a otra persona que no son ellos mismos.

¿Has dicho alguna vez alguna de estas frases: “Estoy fatal porque él (o ella) se ha enfadado conmigo” o “La lluvia me deprime”? Estas frases son características de personas que, en vez de responsabilizarse sobre sus sentimientos o su estado de ánimo, le dan la responsabilidad a algo o alguien, sin darse cuenta que son ellas las únicas responsables de cómo se sienten.

Es bueno pararte y reflexionar que, cuando alguien se enfada contigo, si tú te sientes mal es porque a ti te gustaría gustarle a todo el mundo, y que lo que piensas, dices y haces fuera aceptado y aplaudido por la gente que te rodea. Y cuando esto no pasa, sientes inquietud y desasosiego. Por tanto, la responsabilidad de que te sientas bien recae en la interpretación que tú haces de si les gustas o no a los demás, si te aceptan o no.

Y si está lloviendo, y te sientes triste, ¿dónde has aprendido que cuando llueve hay que sentirse triste? Seguramente lo aprendiste de tus padres, abuelos, cuidadores,… ¿o bien aprendiste a sentirte alegre ante la lluvia porque tus padres eran personas de campo que se alegraban y festejaban cuando llovía?

Con todo esto lo que quiero decirte es que seas consciente que tú eres el responsable de tus estados de ánimo, de cómo te sientes, no los demás. Y al ser solo tú el responsable, puedes controlar lo que piensas y lo que sientes, para poder decidir sentirte mejor.

¡Adelante! Toma la responsabilidad de tus emociones y manéjalas para sentirte bien.

¡Hazlo!

¡Ya ha comenzado un nuevo año! Y cada comienzo de año nos trae nuevas ilusiones, nuevos proyectos, nuevos propósitos o el retomar algunos que se quedaron en la lista del año pasado. Tienes un montón de ideas y muchas ganas por empezar a llevarlas a cabo.

¿Cuántos nuevos proyectos has pensado? ¿Cuántos vas a comenzar?… ¿Y cuántos vas a acabar? Aunque parezcan preguntas absurdas, hay personas que se caracterizan por empezar muchas cosas y terminar pocas. Demuestran mucho empeño en todo, pero se rinden fácilmente. Son personas que gastan mucho esfuerzo en intentar hacer cosas, pero desisten a medio camino, y se conforman diciendo: “por lo menos lo he intentado” o “ya lo intentaré en otro momento”.

Y no es que no quieran lograr terminar lo que empiezan, simplemente se esfuerzan y se esfuerzan intentando una y otra vez llevar a cabo ese proyecto que tienen. No se dan cuenta que enseguida se desilusionan por el gasto de energía y la falta de constancia en el tiempo, y lo dejan sin terminar. Gastan más esfuerzo en intentarlo que en lograrlo. Quizás gastan mucha energía en hacer, en demostrar que ponen mucho empeño, pero no en terminar, y entonces, cuando están por lograrlo, se vienen abajo cansados.

Si te ves reflejado/a en este tipo de personas, ten en cuenta que no es útil gastar energía en “intentar” hacer cosas, en tener cinco o seis comenzadas y ninguna terminada, ya que esta situación te llena de insatisfacción y al final no consigues nada.

Piensa por un momento: si tienes hambre, ¿comes o intentas comer? Y si tienes sed, ¿bebes o intentas beber? Por supuesto que comes y bebes, porque quieres hacerlo. No te quedas en el intento.

Cuando te propongas hacer algo, hazlo. Y si no lo quieres hacer, no lo hagas, pero no lo “intentes hacer”. Puedes elegir lo que quieres hacer, comenzarlo y terminarlo. Así te sentirás satisfecho/a de tu trabajo, de tu esfuerzo. Recuerda que sólo depende de ti y puedes hacerlo. Toma una sola cosa, ten claro tu objetivo, tu meta, ponte a ello, termínala y experimenta el placer y la felicidad interna de acabar y llegar a tu meta.

Una luz a seguir.

Hace mucho, mucho tiempo, en países muy lejanos, vivían tres ancianos. No se conocían entre ellos, pero tenían muchas cosas en común. Los tres eran muy sabios ya que habían vivido muchas situaciones, algunas difíciles, y en todas habían aprendido mucho, compartiendo luego toda su sabiduría con los de su alrededor. Otra característica que también tenían en común era el seguir sus sueños, además de ser constantes y seguir creyendo que merece la pena vivir.

Todos eran muy queridos en donde vivían, y cuando había algún problema, todos iban a preguntarles a ellos pues sabían de su sabiduría. Algunos niños creían que eran Magos, pues siempre tenían una solución, una palabra de ánimo, una forma diferente de ver las cosas y la habilidad de sacar la sonrisa a todos.

Un día, los tres soñaron que tenían que seguir una estrella porque les llevaría a tener una experiencia mágica. Y al día siguiente, cuando decidieron que emprenderían un largo viaje siguiendo esa estrella, nadie se extrañó. Todos fueron a despedirles, a desearles buen viaje y a esperar que volvieran pronto, para seguir disfrutando de su compañía y sabiduría.

Los tres partieron por separado, y se encontraron en el camino. Se dieron cuenta de todo lo que tenían en común y decidieron seguir juntos ese viaje que tanta ilusión les hacía.

Al cabo de varios días, encontraron a una familia muy pobre, que acababan de tener un bebé. Eran emigrantes y no tenían ni siquiera para poder hospedarse, por lo que se refugiaron de la noche en un pesebre. Los tres ancianos se acercaron a la familia y observaron que el niño tenía una luz especial, una luz igual a la estrella que habían seguido durante días. En ese momento se dieron cuenta que el encontrar a esta familia y a este niño era la experiencia que tenían que vivir. Decidieron dejarle al bebé hermosos regalos que le acompañarían en el viaje de la vida. La familia aceptó todo con mucho amor porque sabían que estos regalos de estas tres personas sabias harían que su hijo tuviera una vida sabia, feliz y sana.

Tras este encuentro, los tres ancianos pasaron unos días con ellos y decidieron volver a sus tierras, satisfechos de todo lo que habían vivido, y deseando de reencontrarse con los suyos para contarles que es bueno seguir un sueño con constancia e ilusión, porque, sin importar la edad que tengas, la vida sigue poniendo en tu camino momentos maravillosos y felices.

Historias de Navidad.

Érase una vez, en un país lejano, había un pueblecito en el que todos sus habitantes se conocían y disfrutaban mucho celebrando las fiestas navideñas. Les gustaba adornar las casas con luces de colores y guirnaldas. Las calles se llenaban de color, se hacían fiestas, se celebraban comidas de empresa, se repetían los encuentros con amigos, se preparaban cenas familiares, y muchos salían de tiendas para comprar regalos. Eran días de hacer muchas cosas y de ver a seres queridos.

Pero un año, las cosas no fueron bien para muchos de sus habitantes y, cuando llegó el momento de empezar a adornar todo, los ciudadanos no tenían medios ni ánimo, ya que no encontraban nada de lo que alegrarse.

El Alcalde de este pueblo, un anciano de barba blanca, muy querido por todos, también decidió no poner luces por las calles, para recortar gastos. Pero observaba a sus ciudadanos con mucho pesar y se puso a reflexionar acerca de qué podía hacer él para animarles.

Un día se le ocurrió algo: Emitió un Edicto en el que decía que ese año sólo se iba a decorar el gran Abeto que estaba en la plaza del pueblo. Y, para decorarlo, pidió a todos los habitantes del pueblo que pensaran en una cosa que quisieran regalar a la Humanidad, y que, el día antes de Navidad, trajeran algo que lo simbolizara, para colgarlo del árbol.

Tras la sorpresa del primer momento, empezaron a llegar niños con algún juguete, para simbolizar que querían regalar Juegos a la Humanidad. El panadero trajo un cesto con barras de pan, simbolizando su regalo de alimento al mundo. La señora de la mercería trajo varias mantas para simbolizar que regalaba calor. El carnicero trajo varios pavos y gallinas, el lechero trajo varios litros de leche, la tienda de juguetes trajo varias muñecas y coches, la pastelería trajo turrones y mantecados, la tienda de frutos secos, trajo muchas almendras…. Parecía que cada vez que llegaba alguien después de otro, éste último traía más cantidad de cosas que el anterior.

Así estuvieron todo el día, y por la tarde, el Alcalde los reunió a todos alrededor del gran Abeto. Les dio las gracias a todos por lo que habían traído, y dijo que estaba muy contento de ser el Alcalde de un pueblo donde, aun habiendo pasado un año difícil, sus ciudadanos eran ricos en algo muy valioso: la generosidad.

Todos se quedaron callados al escuchar a su Alcalde. De pronto, el panadero se acercó al Abeto, cogió el cesto con barras de pan, y se puso a repartirlas entre todos, especialmente entre aquellos vecinos que él sabía que no podían comprarle pan para la Nochebuena. Al verle, el carnicero hizo lo mismo, y luego el lechero, y todos los demás. En un momento, el Abeto quedó sin nada bajo su copa, pero los ciudadanos siguen recordando esa fecha como la mejor Navidad que habían vivido en el pueblo.

¡Feliz Navidad!

¡Emociónate!

Todos conocemos o hemos conocido en algún momento a personas que presumían de ser fuertes. Incluso alguno habrá comentado que le gustaría ser tan fuerte como ellos, pues parece que nada les afecta. Son personas que casi nunca muestran sus emociones y no lloran. Y no solo eso, sino que critican a los que se quejan o se lamentan, sintiéndose incómodos en su presencia.

Este tipo de personas cuyo rasgo de personalidad principal es la dureza o la fuerza, seguramente han tenido una vida difícil, en la que han aprendido que quejarse es de débiles y, si eres débil, pueden abusar de ti. Por tanto, decidieron no llorar, no mostrar las emociones, los sentimientos que sentían, no mostrar signos de debilidad ante nadie.

Pero el verdadero problema de estas personas es que les da miedo ponerse en contacto con sus sentimientos y sentir profundamente pena y dolor, al igual que emociones muy fuertes de ternura, alegría, etc. Es tal ese miedo que sienten que se ponen el disfraz de fortaleza y se dicen a sí mismos que no sienten nada, que no tienen miedo a nada y que pueden con todo. De esta manera, se desconectan, se aíslan de sus emociones por el miedo tan grande que sienten de ponerse en contacto con ellas. Se dicen a sí mismos que pueden con todo porque interiormente no pueden con nada. El problema de esto es que se defienden del dolor pero también de las satisfacciones intensas que nos ofrece la vida y que son muy importantes y positivas para el ser humano.

Es importante darnos cuenta que somos seres humanos que nacemos con emociones y es natural y sano el expresarlas, decidiendo la manera adecuada, según la situación. Todos los sentimientos nos ayudan a crecer y aprender a lo largo de nuestra vida y no debemos ocultarlos, sino mostrarlos, canalizarlos y compartir con los seres queridos tanto la alegría como la pena, tanto el amor como el dolor, tanto la ternura como la dureza, etc.

Por ejemplo, cuando sufres un desengaño o una pérdida y sientes mucha tristeza y dolor por ello, si reprimes tus emociones y el llanto, el dolor seguirá ahí aunque hayan transcurrido varios años desde el acontecimiento. Pero si te permites que aflore lo que sientes y, en alguna ocasión, si lo necesitas, lloras, sentirás más alivio.

Recuerda que, cuanto más te pongas en contacto con tus sentimientos y los asumas, mejor podrás mostrarlos, y eso sí es señal de más fortaleza. ¿Quieres disfrutar de la vida? ¡Permítete sentir!

¡La perfección no existe!

¿Eres de los que tardan mucho en elegir qué ropa te vas a poner, que condimento vas a echar en la comida, qué menú vas a elegir, o qué expresión vas a usar en tus correos? No lo tienes claro porque no quieres equivocarte, quieres hacer las cosas muy bien, es más, las quieres hacer perfectas.

Hay rasgos de nuestra personalidad que nos definen y nos hacen sentirnos bien, como por ejemplo, la bondad, la generosidad, etc. Pero hay otros rasgos que nos impulsan a actuar de cierta manera, produciéndonos insatisfacción. Uno de ellos es el perfeccionismo.

Hay personas que pasan demasiado tiempo haciendo un informe, una presentación de diapositivas, pintando un cuadro, restaurando un mueble antiguo, escribiendo un artículo, cocinando un guiso, limpiando la casa, ordenando los libros, eligiendo un menú o un traje que comprar, etc…. Dedican mucho esfuerzo y mucha energía en lo que están haciendo porque quieren que todo quede perfecto. Necesitan que todo quede perfecto.

Estas personas, cuando eran pequeñas, tal vez han tenido a unos padres que les exigían mucho y, en algún momento creyeron que les querrían si hacían perfectamente todo lo que tuvieran que hacer. Ahora, de adultos, creen que sólo se sentirán bien si hacen las cosas de una forma perfecta, ya que, inconscientemente, creen que es la única manera de conseguir la aprobación de los demás. Pero la realidad es que la perfección no existe, así que acaban sintiéndose muy insatisfechos y frustrados por no conseguirlo.

Si eres de este tipo de personas o te ves reflejado/a en ellas, debes saber que la perfección no es necesaria. Puedes hacer las cosas razonablemente bien y no gastar más tu energía buscando ese perfeccionismo que te aparta de la realidad y de dar por terminadas las tareas que emprendas. Si los grandes pintores se hubieran quedado eternamente pintando un solo cuadro hasta poder hacerlo perfecto, no conoceríamos toda su gran obra.

No necesitas que nadie te dé el permiso. Toma desde hoy la decisión de hacer todo lo que quieras suficientemente bien y terminar lo que emprendas, sintiéndote bien y a gusto contigo mismo/a, sin necesitar que otros den su visto bueno a lo que has hecho.

Haz las cosas y acéptalas sin buscar la perfección. Aprende a sentirte bien así.